Lo que hoy se nos muestra como el gran riesgo civilizatorio y del sistema de la vida es la devastación del mundo natural. Por tanto, a una política ambiental le corresponde, necesariamente, afirmar la vida, posibilitar su existencia y defenderla. Es decir, la política ambiental es responsable de generar las condiciones de cuidado y sostén de la naturaleza, no sólo por el derecho a la vida que tiene la naturaleza, sino porque es lo que permite el florecimiento de la vida humana y de la sociedad. Así que para evaluar una política ambiental tendríamos que preguntarnos, en primer lugar, si existen las condiciones necesarias en un territorio y momento dado para promover la vida humana y no humana. Dado que no las hay en la mayor parte de los países del mundo, en un segundo momento tendríamos que ahondar sobre cuáles son los factores que obstaculizan su despliegue y de qué manera estos factores, personificados como agentes económicos y políticos, maximizan y promueven algunas formas de vida y cancelan otras, aquéllas que estiman carentes de valor: vidas consideradas desechables y condenadas a morir.
En nuestro país es fácil localizar esa vida que se busca hacer proliferar y las vidas, tanto de la naturaleza como de los seres humanos, que son desechables, que se dejan morir; vidas por las que no se lucha, que se pierden dolorosa e irreparablemente. En México vemos morir de una forma abrupta ecosistemas que se pierden por incendios, se talan bosques a tasas insólitas, y se depredan manglares en un día cualquiera para construir un nuevo hotel. Así como hay muertes abruptas, hay muertes lentas también, producto de la continua degradación ambiental, sitios naturales que poco a poco se van volviendo inhóspitos. Las personas también mueren a causa de derrumbes, inundaciones, y huracanes, pero también están inscritos en procesos de muertes lentas y crueles a partir de la exposición a tóxicos, por la contaminación del aire, el agua y los suelos.
La política del presidente López Obrador, “por el bien de todos, primero los pobres”, desconoce que la destrucción o incluso la simple desatención de la naturaleza es causante de pobreza y violencia. Los movimientos de justicia ambiental han mostrado que son las personas más pobres las que tienden a vivir en entornos de mala calidad ambiental. Desatender la política ambiental coloca en condiciones de vulnerabilidad a los pobres al exponerlos a los efectos colaterales de una naturaleza degradada, al desproveerlos de sus sustentos de vida, y al dejarlos indemnes ante fenómenos como el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, la desertificación y otros fenómenos derivados de la crisis ambiental.
No sólo se desatiende el medioambiente, sino que en nuestro país se privilegian actividades como la minería, que saquean nuestro territorio y al hacerlo deforestan, contaminan el agua y, además de arrasar con la naturaleza, someten a mujeres y niñas a condiciones adversas. México es el cuarto país más peligroso en el mundo para los defensores de la naturaleza. Es decir, se privilegian a las grandes empresas depredadoras y se olvida a la gente que cuida la naturaleza, esa fábrica de la vida que es sustento de vida para ellos y para nosotros.
Ante la falta de política pública ambiental, aparece otra forma de política, un arte de gobernar sofisticado, sigiloso y eficiente. Una nueva manera de gobernar, una expresión sutil y perversa del dominio, se impone silenciosamente en las formas de administrar las cosas del mundo. En ésta se expresa lo que los teóricos del poder consideran como la forma suprema de su ejercicio: cuando no sólo se logra la obediencia de los gobernados sino que, además, éstos piensan que, al obedecer, actúan con libre albedrío y se expresan los propios deseos.
Me refiero a la ecogubernamentalidad (environmentality),1 una racionalidad política que transfiere responsabilidad de la gestión ambiental de los Estados a los individuos y alinea a los sujetos ambientales con formas neoliberales de consumo. La ecogubernamentalidad no es propia de la política mexicana, sino que se extiende a casi todos los Estados contemporáneos. No es una estrategia planeada desde nuestras instituciones, sino el resultado de una débil política ambiental, de un frágil estado de bienestar y de un sistema capitalista neoliberal que abarca hasta los espacios más recónditos.
La ecogubernamentalidad retoma el concepto de gubernamentalidad de Michel Foucault para aplicarlo a la política ambiental. La gubernamentalidad rompe con la tradición que señala que el poder se caracteriza por ser siempre represivo, unilateral, en la forma de una ley y de un soberano que exige obediencia o da muerte.2 Es un tipo de gobierno cuya intención es conducir las conductas para moldear con cierto grado de deliberación el comportamiento, las aspiraciones, las mentalidades y la racionalidad de las personas.3 La gubernamentalidad es, en palabras de Castro Gómez, “el gobierno de sí mismo por sí mismo”4 en el que los individuos sitúan cualquier problemática ya sea de salud, de educación —o, en el caso que nos atañe, la protección del medioambiente— como una responsabilidad del individuo.5
La gubernamentalidad es propia de gobiernos neoliberales y es producto del adelgazamiento del Estado de bienestar. En este esquema, el arte de gobernar es posible a partir de individuos inscritos en formas de pensar y actuar que se alinean con los objetivos gubernamentales —en los que cada persona es responsable de su situación en el mundo.6La ecogubernamentalidad responsabiliza a los individuos de la crisis ambiental de forma descontextualizada y despolitizada, haciéndonos creer que todos contribuimos de la misma manera al deterioro ambiental y que somos igualmente vulnerables ante los impactos de esta devastación. Sabemos que no es así: son las poblaciones más empobrecidas las que están más en riesgo; a la vez, son quienes menos impactan el ambiente.
Este sistema de poder es muy eficaz en tanto que no requiere el uso de la fuerza: las personas internalizan la idea de que están siendo observadas y se vigilan a ellas mismas.7Bajo este esquema, los individuos gobiernan su propio comportamiento en la medida en la que se subordinan y autodisciplinan ante un poder invisible.8 Lo engañoso detrás de esta racionalidad consiste en un falso albedrío: las personas asumen esa forma de gobierno como una expresión de la “libertad”, en tanto que se aleja de otras formas antiguas de obediencia asumidas como opresivas.9
Además, podemos ver surgir la ecogubernamentalidad cuando el capital se instaura como la racionalidad que conduce cualquier solución ambiental. Al ser el mercado el espacio arquetípico para la producción de verdad,10 no solamente nos impide voltear a ver nuestro modelo económico como causante de la devastación, sino que alinea las prácticas y soluciones ambientales a los intereses económicos. Así, termina por buscar soluciones que sostienen y alimentan el mercado y, al hacerlo, lo legitiman.11 La premisa supone que si compras orgánico y biodegradable estás ejerciendo tu ciudadanía.12 De esta manera, nuestra ciudadanía se desdibuja y se convierte en sinónimo de consumismo.
La gubernamentalidad es una forma sublime de hacer gobierno y ejercer poder. No sólo reproduce el orden establecido; lo consagra y perpetúa con una engañosa legitimidad. Nos hace sentir que nuestros actos, libres y soberanos, conducen a la salvación del planeta, cuando en los hechos no hacemos sino asegurar su destrucción. Una gran parte de las prácticas “ambientalmente amigables” no son sino formas simbólicamente movilizadas por la sociedad de mercado, para reproducirse y hacerse sustentable a costa de la no sustentabilidad de la naturaleza humana y no humana, a las que consume sin saciedad.
Al estar inscrita en una racionalidad técnica y de mercado, la ecogubernamentalidad resuelve la angustia de la crisis ambiental a través del consumo “sustentable”; lo convierte en un fármaco que nos impide sentir el dolor de la crisis en la que estamos inmersos, y nos aliena a participar de manera activa y hacer frente a este atentado contra la vida. Transitamos por el mundo, con nuestras “buenas conciencias”, convencidos de que realmente estamos contribuyendo a la salvación del planeta. Más allá de la peligrosa estrategia que significa dejar a la mano invisible del mercado la solución de la crisis ambiental, la ecogubernamentalidad es un caballo de Troya desde donde brota disimuladamente un sistema de valores que es además sexista y clasista.
El objetivo de la ecogubernamentalidad es producir sujetos ambientales a través de discursos que se internalizan y apropian, repercutiendo en lo que hacemos, pensamos y decimos.13 Una frase común y recurrente que responden las personas cuando se les pregunta quién es el responsable del cambio climático es: “El cambio climático somos todos”. Este discurso pretende responsabilizar a las personas como causantes del fenómeno, e individualizar un problema colectivo. Al depositar en nosotros la culpa y pasar la carga de nuestro lado, nuestro “deber” es cambiar nuestros hábitos; ser “buenos” con el medioambiente, lo cual inhibe la demanda activa, la exigencia y la protesta. Termina por hacernos sujetos políticamente “dóciles” que dejan de señalar la negligencia del Estado, así como de una serie de temáticas que nos conciernen por igual.
Si bien sitúa los problemas y las soluciones en el nivel individual, la frase “el cambio climático somos todos” también señala a otros y legitima la discriminación: el Otro, siempre, es más responsable que yo, y casi siempre ese Otro es el pobre, el marginado, el que no pudo recibir una educación formal. Así como explicó Michel Serres a través de los Duelistas de la obra de Goya, nos estamos destruyendo en una lucha egoísta mientras las arenas movedizas sobre las que estamos parados nos devoran minuciosamente.14
Además, este discurso también normaliza roles sexuales y prácticas que generan desigualdad. Si bien se dice que “el cambio climático somos todos”, hay una expectativa de que sean las mujeres quienes lleven a cabo prácticas como reciclar, reusar y hacer huertos en su casa, pues entran en el orden de los cuidados, con claras implicaciones materiales en su vida y su tiempo. En un país en donde las mujeres hacen dobles o triples jornadas, adjudicarles de manera simbólica estas tareas implica una disminución en su ya escaso tiempo libre.
Decir “el cambio climático somos todos” deja a un lado los aspectos distributivos y éticos; la mayoría carga con la responsabilidad de unos cuantos, aquéllos que socializan los males y se apropian de los bienes. La frase conduce a otra, subliminal, muy conocida por los mexicanos: “La solución somos todos”. Por tanto, los verdaderos beneficiarios y causantes de la devastación tranquilizan su conciencia, y continúan “pecando a gusto”, sintiéndose con el derecho de producir al mismo ritmo.
La ecogubernamentalidad apela al sujeto universal moderno de clase media que consume productos orgánicos. El nuevo sujeto climático se construye y autopromueve como “el ecológicamente consciente”. El abandono del Estado ha sido glamurizado por las vastas opciones que la nueva economía verde ofrece: conducir autos híbridos o pagar por nuestras emisiones de CO2 cuando viajamos en avión se vuelve un estilo de vida. En realidad, este tipo de consumo, como expresó Derridá,15 es un pharmakon y esto es sumamente preocupante: lo que aparece como cura y remedio es un maquillaje, un chivo expiatorio, un engaño, un veneno. Una medicina paliativa que nos hace creer que nuestros actos favorecen nuestro futuro ambiental mientras el mundo está, literalmente, en llamas.
Movimientos sociales y ambientales que llevaron a que la gente practicara el ciclismo o tomara la decisión de seguir dietas alimenticias conscientes de los efectos ambientales y sociales son sin duda importantes, y parten en muchas ocasiones de formas de compromisos éticos y formas de resistencias. Sin embargo, la ecogubernamentalidad está produciendo sujetos sin ese análisis reflexivo, inhibiendo la posibilidad de promover alternativas; sus soluciones, al no abordar las causas estructurales del deterioro ambiental global, son insuficientes y engañosas. En cambio, sí son en definitiva una herramienta políticamente poderosa para la gestión de una nueva economía verde.
Los llamados a un cambio de comportamiento de los individuos se han vuelto casi omnipresentes y parecen constituir toda la política ambiental contemporánea. A falta de alternativas sólidas de política ambiental, el “consumo responsable” se convertirá en el paliativo que nos entumezca y que al final no nos habrá servido de nada para sobrevivir.
Si la promesa de este gobierno está con los pobres, si quiere reconciliar la deuda histórica con quienes han sido marginados, entonces ese pacto social está incompleto sin el pacto natural. La degradación ambiental es incompatible con una vida digna y a quienes más afectará es a los pobres. El lema “Por el bien de todos, primero los pobres” asume la forma opuesta que el presidente le quiso dar y termina por legitimar y reproducir el orden establecido, ya que no cambia el sistema de valores que degrada a humanos y no humanos. Por una parte, pone a la naturaleza humana y no humana al servicio del capital y del mercado. Por otra parte, cancela y actúa en contra de la misma política social del presidente, la cual supuestamente defiende a los pobres, ya que les quita su sustento de vida, la fertilidad de sus tierras, la riqueza ecosistémica, los expone a todos los riesgos de la modernidad industrial, la contaminación, el daño a la salud y al bienestar. La deuda social y la deuda natural deben ser pensadas y se debe actuar sobre ellas en conjunto.
La postura del actual gobierno frente al medioambiente les hace poco favor a los pobres al no tener claridad sobre las causas y expresiones de la pobreza. Al despreciar la política ambiental, al favorecer una política económica productivista, al degradar a la naturaleza privilegiando los mismos objetivos económicos que dañan a la naturaleza humana y no humana, actúa de manera muy eficaz contra sus mismos objetivos. Asegura la reproducción del sistema que fabrica pobres y que destruye la naturaleza por igual, generando la falsa impresión de que se actúa a favor de ambos. Corre el riesgo de convertirse en una política de simulación y legitimación del statu quo que dice combatir. Quienes saldrán triunfantes serán las clases medias y altas, quienes pueden comprar los productos biodegradables que son costosos; las empresas que nos hacen creer que son amigables con el medioambiente, y a quienes se discriminará serán a los pobres que compran unicel porque es más barato y, además, serán quienes sufran los embates de la crisis ambiental.
La ecogubernamentalidad nos demuestra que en realidad estamos frente a un sistema capitalista neoliberal feroz que se ha impuesto y ha dominado las prácticas ambientales del país. La eficacia de la ecogubernamentalidad radica en que mientras estamos pensando sobre el consumo, estaremos dejando de ver las omisiones del gobierno frente a su responsabilidad para con la vida. Así que mientras tomamos limonada sin popote y usamos cepillos de dientes de bambú, la vida y las condiciones que permiten florecer la vida humana y no humana se nos van de las manos en nuestro país.
Nota original: https://www.nexos.com.mx/?p=51620