¿Qué tan cierta es la idea de que estamos alcanzando los límites del crecimiento? ¿Es posible hablar sobre el decrecimiento para hacerle frente a esta realidad en México? La degradación del medio natural y las emisiones asociadas con el crecimiento en México se hacen cada vez más evidentes. Desde 1990, México ha crecido a un ritmo de 2.7 % anual, mientras que las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) han aumentado un 54 %durante el mismo periodo. Esto demuestra que hay una correlación entre el crecimiento, la extracción de materiales y el cambio climático. A pesar de ello, el decrecimiento aún se presenta como un concepto inadecuado para describir la situación en México. Sus críticos sostienen que el crecimiento económico no es un problema, sino que es la solución. Por ejemplo, el Banco Mundial (BM), el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), respaldan la idea del crecimiento verde, el cual se entiende como la posibilidad de seguir creciendo a la vez que se reduce nuestro impacto material y desacoplando las emisiones de GEI.
La apuesta de estas instituciones es que el crecimiento, asociado a un modelo de producción y consumo capitalista, puede desacoplar o separar las emisiones y la dependencia material a través del avance tecnológico y la eficiencia energética. Sin embargo, estudios que han intentado medir la desacoplación demuestran que, aunque la economía global es mucho más eficiente de lo que era hace 50 años, la cantidad de recursos materiales y emisiones se han incrementado de manera sustancial. Las emisiones de GEI han aumentado en un 40 % en las últimas tres décadas, mientas que las estimaciones apuntan a que, de mantener el consumo asociado a este modelo de crecimiento económico, la demanda de materiales se incrementará en hasta 2.5 veces a la actual para el 2050.
Tim Jackson y Peter A. Victor argumentan que, la mayor tasa de desacoplación alcanzada en el mundo fue un poco menos del 3 % durante los años setenta, mientras que la tasa media de desacoplación actual es inferior al 1 %. Para desacoplar las emisiones lo suficientemente rápido como para limitar el calentamiento global en 1.5 °C (como lo establece el IPCC) un país como el Reino Unido debería disminuir el 20 % de las emisiones al año cada año, alcanzando emisiones cero en el 2030. En este sentido, aunque nuestras economías sean más eficientes (podemos producir más utilizando menos), los economistas y tecno-optimistas confunden la eficiencia con la escala, pues el incremento de la demanda hace que estos ‘ahorros’ se diluyan en un incremento acelerado de la producción.
Tomemos un momento para pensar en el futuro. Mantener el crecimiento económico a un ritmo anual del 3 % implicaría que la economía se multiplicaría hasta 11 veces al final del presente siglo. ¿Realmente sería posible desacoplar las emisiones y el impacto material de una economía tan grande? El geógrafo Vanclav Smil, argumenta que la idea de que el ingenio humano, a través del desarrollo y la innovación tecnológica, será capaz de desacoplar el impacto material y energético del crecimiento económico no sólo es deliberadamente engañosa, sino que contradice las leyes de la física. En otras palabras, el crecimiento simplemente no puede mantenerse indefinidamente. Así, entre más grande sea la economía, más grande es su impacto material y de emisiones. En términos llanos, esto quiere decir que el modelo económico capitalista (y su subsecuente organización social) no puede existir sin acumulación, por lo que el crecimiento infinito es una precondición del sistema económico.
Aunado a esto, la gobernanza del crecimiento verde ha sido capturada por una élite ambiental que, a través de un modelo tecnocrático guiado por conferencias internacionales, en donde participan organizaciones, consultorías y think tanks, ha promovido la idea de que el crecimiento es algo inherentemente bueno y que puede reconciliarse con nuestros modelos de conservación, producción y consumo. Las estrategias ganar-ganar (en donde gana la naturaleza y gana la economía) se transforman en una suerte de gatopardismo, es decir, una filosofía en donde algo tiene que cambiar para que todo permanezca igual.
Por el otro lado, existen otras corrientes económicas que, aunque aseguran que el crecimiento económico es problemático, este no debe ser desechado del todo. Sus proponentes argumentan que perseguir el crecimiento como un fin en sin mismo (como lo ha hecho el capitalismo neoliberal), así como la falta de políticas distributivas que permiten que los “beneficios” sean capturados por una pequeña élite, ha sido el origen de la enorme desigualdad económica que persiste a nivel global, así como la fuente de la degradación del entorno natural. Partidarios de esta corriente sostienen que el decrecimiento puede ser una estrategia viable en países en el Norte (como en Europa o Estados Unidos), pero no es un concepto aplicable para países “en desarrollo” como México. En este contexto, el crecimiento se convierte en una necesidad para incrementar el desarrollo tecnológico y la innovación, sacar a personas de la pobreza (como lo hicieron China o la India) y para asegurar el gasto en medicinas, hospitales y escuelas. Aseguran también que el decrecimiento es una palabra con una connotación políticamente negativa.
La posibilidad de satisfacer las necesidades materiales de la población, por ejemplo, aquellas que necesitan acceso a agua, comida, hogares y servicios de salud, entre otras, no necesariamente quiere decir que estas acciones deban estar ligadas al incremento del PIB. El crecimiento siempre parece necesario cuando hay desigualdades o cuando hay una crisis económica. Crecer nos saca del apuro, pues nos permite evitar políticas distributivas. Sin embargo, esto produce una situación paradójica en donde el crecimiento nunca llega a su fin ya que en un sistema de organización capitalista siempre habrá una necesidad de seguir creciendo. En otras palabras, esto implica un crecimiento infinito, en un planeta finito.
Lo anterior no quiere decir que el decrecimiento deba interpretarse como una reducción absoluta de todas las actividades y producciones materiales. En una economía en decrecimiento, algunas actividades deberán decrecer (como las extractivistas —minería, explotación de hidrocarburos— la movilidad motorizada e individualizada, los viajes trasatlánticos, el marketing), pero otras tendrán que crecer (como las energías renovables a pequeña escala, el acceso al agua y la comida). El decrecimiento también implica la capacidad de reimaginar la forma en la que se organizan las sociedades en torno a su metabolismo social. Una sociedad en decrecimiento no podría mantener la demanda de materiales y servicios simplemente “enverdeciendo” la producción, sería necesario cambiar los patrones de consumo de la sociedad de manera colectiva y no sólo individual.
La cuestión no es si debemos crecer para que todas y todos estemos mejor, sino la de desmentir el mito de que alcanzar una sociedad más justa y equitativa se produce solamente a través del crecimiento económico. El Economista Paul Samuelson (que no tenía nada de radical) mencionaba que el PIB es un indicador problemático. El PIB se incrementa con un derrame petrolero y las actividades necesarias para limpiarlo, pero no se interesa por el trabajo doméstico y la degradación ambiental. Entonces, mantener el crecimiento económico, aunque este sea más eficiente, terminará por exacerbar los impactos socioambientales y profundizar un modelo sumamente desigual debido a la producción material y a las emisiones de GEI. Crecer indefinidamente es una propuesta francamente descabellada.
¿Qué hacer?
La solución está entonces en una reconfiguración de nuestras sociedades a través de políticas redistributivas en vez de aquellas que insisten en reconciliar el crecimiento económico y el modelo capitalista con la ‘sustentabilidad’. Este modelo implica sustituir la eficiencia —un concepto que se ha convertido en una idea omnipresente en las sociedades modernas—, para pasar a un modelo basado en la suficiencia. El decrecimiento es precisamente la corriente del pensamiento que ofrece estas alternativas. Es decir, el decrecimiento no es sólo una crítica al crecimiento económico y no se limita a reducir —voluntaria o involuntariamente— el PIB. Aunque la crítica al PIB es una parte central de su propuesta, el decrecimiento se ha convertido en un movimiento social y en un ‘concepto paraguas’, el cual ha permitido la articulación de varios movimientos y disciplinas que buscan resistir las prácticas extractivas, expansivas y de explotación del capitalismo y su asociación con el crecimiento económico.
El decrecimiento busca cuestionar la omnipresencia de las relaciones orientadas a la competitividad y al mercado y apostar por sociedades basadas en una abundancia frugal. Es decir, sociedades basadas en la simplicidad, solidaridad, comunidad y prosperidad, que permitan imaginar alternativas de vida más allá del desarrollo y el crecimiento económico. Estas sociedades son radicalmente democráticas y justas pues critican la adopción aparentemente consensual y apolítica de conceptos contradictorios como el desarrollo sustentable.
En México, los límites y las contradicciones del crecimiento se hacen cada vez más evidentes. México sigue siendo un país con importantes carencias materiales, el 36 % de los hogares en México no pueden satisfacer sus necesidades energéticas. Sin embargo, la demanda de energía y las emisiones del sector se incrementan anualmente. Lo anterior quiere decir que el consumo energético y sus impactos son profundamente desiguales, pero además que el modelo extractivista que lo sostiene ha incrementado también el número de conflictos socio-ambientales, asociados con el despojo del territorio y la protección del entorno natural, registrando 500 ataques a defensoras y defensores desde el 2012 con 18 asesinatos tan sólo en el último año.
Como he argumentado, decrecer no significa una regresión, sino una reconfiguración de la economía alrededor de valores distintos. El concepto es intencionalmente confrontativo, esto lo hace especialmente útil por tres cuestiones. La primera es que, a diferencia de conceptos como el desarrollo sustentable, el decrecimiento es muy claro con su propuesta y no puede ser cooptado. El desarrollo sustentable se ha convertido en un concepto vacío, sin significado, que se utiliza para justificar casi cualquier causa. Segundo, es un espacio que nos permite articular distintos movimientos que ven más allá del capitalismo, del desarrollo, del patriarcado y tal vez lo más importante, de imaginar un futuro distinto en donde confluye un pluriverso de alternativas. Finalmente, el decrecimiento también es una forma de articular propuestas para cambiar las políticas públicas, por ejemplo: establecer impuestos a las emisiones de GEI con suficiente costo y transparencia; el establecer salarios mínimos y máximos, reconocer la economía del cuidado, reducir las horas de trabajo, reducir la movilidad motorizada individual por transportes colectivos eléctricos, dejar de subsidiar industrias extractivas (como la minería y los combustibles fósiles) y que promueven el consumo innecesario (como el marketing y la propaganda) y eliminar la medición del PIB son algunas de las propuestas que deberán considerarse con seriedad. Por estas razones, es importante entender al decrecimiento como una estrategia política y no por su interpretación literal.
Entonces, si el crecimiento económico es social y ecológicamente insostenible y no existe una bala de plata en la tecnología que nos permita reducir nuestra huella material y de emisiones lo suficientemente rápido, no sólo ha llegado el momento de comenzar a pensar en decrecimiento, sino que no hacerlo puede ser la forma de cavar nuestra propia tumba.
Nota original: https://medioambiente.nexos.com.mx/?p=964